jueves, 27 de abril de 2017

La niña y el arbolado frondoso de la Plaza de San Juan




Desde un ángulo del interior de la Plaza de San Juan la niña María Pía, en su perenne y relajada pose en bronce, parece observar el acontecer de los días ¿eternamente infantiles? El nombre pertenece a la sobrina de la autora de la escultura, María García Cavero, realizada en 1998. Pero en realidad nos parece una alegoría sencilla de la chica o el chico cotidianos que corretean por el lugar.

La plaza, remodelada hace algunos años, y que algunos todavía hemos conocido con otra fisionomía de pequeños talleres artesanales y locales bodegueros, es un derroche de arbolado cuya sombra es agradecida en verano por los transeúntes. Se trata de una plaza tradicional, céntrica, próxima a la Plaza de Santa Cruz, lograda en materia de solaz y reposo del vecindario. Una plaza con una tipología de edificios absolutamente renovada en las últimas décadas, principalmente en altura acaso excesiva, aunque ahora hay edificios más recientes que la han rebajado. De los cuatro lados del rectángulo que forma sólo se salva uno peatonal. El resto se somete a la tiranía del tráfico abundante que llega desde Huelgas para seguir con su riada de vehículos por Don Sancho. Conecta barrios saturados y sin embargo el interior de la plaza transmite una sensación acogedora de apartamiento que sorprende, sobre todo con el buen tiempo. Es por ello por lo que este tipo de vegetación de considerable empaque proporciona un rescate en materia de oxigenación que no tiene precio. 




El arbolado de la Plaza de San Juan está tomado en consideración y protegido por el Plan General de Ordenación Urbana. Se impone el castaño de indias, plátanos y destaca alguna palmera. En el Catálogo de árboles y arboledas incorporado al Plan General de Ordenación Urbana de Valladolid se dice:

"El municipio de Valladolid presenta las duras condiciones climáticas propias del interior peninsular ibérico., que se extreman en el centro de la meseta norte donde se localiza. La crudeza de los inviernos y el intenso calor estival, junto con unas condiciones generales secas y de precipitaciones irregulares e inciertas, son factores que no favorecen el desarrollo de un arbolado de cualidades notorias en cuanto a tamaño y exuberancia, que sí aparecen en otras regiones de clima más benigno.

No obstante, Valladolid cuenta con un patrimonio de árboles y arboledas singulares de cierta importancia, algunos de los cuales han sido estudiados, incluso catalogados, que demandan actuaciones de protección y conservación tanto de los propios árboles singulares como de su entorno inmediato".




La belleza de este pasaje arbolado que constituye el corazón de la Plaza de San Juan compensa con creces la suerte de los edificios que la rodean y la red viaria que la roza incesantemente. No en vano en el Plan General de Ordenación Urbana se reivindican los árboles y arboledas singulares como "auténticos monumentos vivientes, receptores de los acontecimientos, cultura y actividad de una larga trayectoria temporal, lo que, unido a su valor natural intrínseco, los convierte en elementos patrimoniales, que deben ser conservados de forma activa".

Por supuesto que la ciudadanía y, en concreto, el vecindario de una zona como la que se comenta deben sentirse responsables directos y vigilantes. Pero en mano de las autoridades se halla el prevenir y controlar el estado general de los árboles. "La conservación activa del arbolado singular implica tanto su protección estricta y la defensa del suelo y el entorno en el que crecen como la adopción de medidas de conservación necesarias (y que incluyen tratamientos sobre el suelo, culturales, sanitarios, de mejora del entorno, perceptuales, etc.) para garantizar su viabilidad y el mantenimiento de los valores que los hacen acreedores de esta singularidad". Esperemos que estas indicaciones y sugerencias recogidas en el Plan General sean asumidas y observadas con rigor y constancia por las autoridades municipales.

Mientras, disfrutemos de estos ámbitos vegetales donde se impone la parada y el relax frente al ritmo vertiginoso de nuestros quehaceres cotidianos. 











viernes, 21 de abril de 2017

La Llave que abría paladares




Que el anagrama del escudo formara con las dos iniciales de nombre y apellido del fabricante una llave tenía su ingenio. ¿Qué sería antes? ¿El anagrama o el nombre de llave? Seguramente el chocolate. Fuera lo que fuera el diseño estilizado era un gancho que permaneció en la retentiva de los vallisoletanos durante décadas. Una identidad corporativa que se metía por los ojos. El edificio de viviendas remodelado en 1951, y que conocimos como fábrica en su día, permanece ahí, justo en la confluencia de la calle Recondo con el Paseo del Arco de Ladrillo. 




En el blog de Domus Pucelae leo:

"La historia de tan popular marca de chocolate en el ámbito vallisoletano comenzó cuando Pedro López llegó a Valladolid en 1821, donde su espíritu emprendedor le movió a abrir un almacén de vinos y ultramarinos en los soportales de Cebadería. Treinta años después este negocio fue heredado por su sobrino Eudosio López Civera, al que incorporó la fábrica de chocolates La Llave. El establecimiento tuvo tanto éxito que se quedó pequeño, de modo que en 1883 fue abierto un nuevo despacho en la calle del Val y en 1890 otro en la calle de Santiago, donde, junto a los productos de ultramarinos y el chocolate fabricado allí mismo con cacao traído de Sudamérica, se continuaron vendiendo vinos españoles y otros importados, especialmente champán y vinos de Borgoña y de Burdeos.

El negocio del chocolate conoció un auge mayor a partir de 1891, trasladándose la fábrica desde el centro hasta el Paseo del Arco de Ladrillo, consiguiendo, como representante de Valladolid, dos medallas de plata en la Exposición Universal de París de 1900, un año después de la erección de la famosa Torre Eiffel.

La producción de chocolate continuó con Eudosio López Doncel, que entre 1936 y 1939 sufrió las consecuencias de la Guerra Civil y los años de escasez y racionamiento que la siguieron. Fue entonces cuando se comercializó el llamado chocolate Familiar nº 5, que por la escasez en la llegada de azúcar incorporaba mayor cantidad de harina, dando lugar a un inconfundible chocolate a la taza que conocieron varias generaciones. En los años del desarrollo aparecerían modalidades de mayor calidad, como el chocolate con leche y con avellanas, dedicándose, entre 1954 y 1992, prácticamente a la exclusiva producción de este popular producto". 








Todavía existe el chocolate de hacer, ¡y de comer a mordisco!, como me dijeron en el comercio de Severo Fraile cuando me di el gustazo de comprar una tableta el otro día. Uno ha echado en falta los cromos sobre Historia, animales o monumentos que coleccionamos cuando éramos niños. Y mira que he mirado entre el envoltorio.



viernes, 14 de abril de 2017

El imaginero de manos del escultor Jesús Trapote




Hay algo del genial Rodin, ¿o bastante?, en este trabajo en bronce del escultor vallisoletano Jesús Trapote que homenajea al imaginero de los tiempos barrocos. Por supuesto, no pienso en un Rodin angustiado, retorcido, ahíto de escorzos violentos, que expresa la crisis del individuo de todos los tiempos. Tal vez sea la monumentalidad y ese cuerpo poderoso que tiene más de materia pura que de perfección anatómica lo que me recuerda en esta obra a algunas del escultor francés. Pero no se me haga mucho caso, mis asociaciones de ideas son siempre subjetivas y distan mucho de pontificar sobre similitudes y aptitudes de los creadores artísticos.

A diferencia de las obras cargadas de pathos dramático que de la mano de los Juan de Juni, Gregorio Fernández, Francisco Rincón, Alonso de Rozas, Díaz de Tudanca y otros han llenado las iglesias de la Contrarreforma desde mediados del siglo XVI hasta casi nuestros días, la representación del artista de toda aquella imaginería que esta semana se exhibe ampliamente en las calles vallisoletanas tiene otro carácter. Trapote ha sabido impregnar al demiurgo artesano de tallas y pasos de los atributos de un verdadero Creador.

Hay mucho en el porte de esta escultura de un dios jupiterino, si bien habitante del olimpo del Arte, que en lugar de rayos para fulminar a los dioses de la competencia enarbola el mazo y el cincel con el que genera expresión en las imágenes que se suponen deben ser imperecederas. El imaginero de Jesús Trapote tiene una mirada interior reflexiva, una actitud de calmosa parada, como si estuviera meditando sobre el paso siguiente que va a avanzar para la obra que se trae entre manos. En este sentido evoca el esfuerzo tanto de diseño como de técnica que un artista de la madera debía precisar en su mente antes de afinar con la gubia, el formón o la azuela. Una alegoría, en fin, profunda y alejada de la parafernalia con que se han representado otras estatuas dedicadas de nuestra ciudad, que consagra, a mi modo de ver, a Trapote como un verdadero hacedor de nuestros días.




Obra del año 2003, la escultura del imaginero está ubicada al comienzo de la calle de las Angustias, esquina con González Echegaray y la Bajada de la Libertad. Mejor referencia: frente al Teatro Calderón, aunque el imaginero mire en dirección centro. Me parece adecuado que esté prácticamente a pie de calle, integrada en la marcha ordinaria de los viandantes. No me parece tan idóneo que la cantidad de mobiliario urbano que hay en torno a ella la haga perder cierta perspectiva, aunque tal vez el tránsito peatonal la haga más familiar. Soy partidario de esta concepción próxima de los monumentos escultóricos, tan alejados de aquellos de otros tiempos que si no estaban sobre altos pedestales parecía que el personaje no hubiera existido. 










lunes, 10 de abril de 2017

Jardines junto al Arco de Ladrillo que amaría Brecht




Tengo una extraña pero familiar predilección por los jardines pequeños, esos que son nuevos y rescatan los rincones de la ciudad, desproveyéndolos de la vocación de basureros a la que se habrían visto abocados si la imaginación no se hubiera impuesto a la incuria. Apenas unos metros de zonas céntricas, de tránsito abundante donde viejos y nuevos sistema de transporte pugnan por coexistir junto al transeúnte presuroso o el jubilado calmo. Sin ocultar realidades inmediatas -viales, ferrocarril, edificios ruinosos y construcciones modernas de alturas desmesuradas- disfrazan la aglomeración, aligeran la mezcolanza de elementos urbanos y traen con su sueño artificial algo de la fronda natural que una vez perdió el paisaje ciudadano.



Se trata de un pequeño espacio situado junto al Arco de Ladrillo. Nada más atravesar el humilde y deprimido paso subterráneo peatonal que comunica la calle Puente Colgante, a la altura del paso elevado sobre el ferrocarril, con toda la zona poblada de la carretera de Madrid. Justo al borde de las vías del tren, en los terrenos que antaño fueron de una fábrica de harinas que hace décadas ardió y que por arte de la fiebre y consecuente burbuja inmobiliaria se trocó en nuevas construcciones. Sorprende el cuidado y buen estado de esta vegetación amable de la que se benefician los vecinos de la zona.



No sé por qué me viene a la mente un relato que el dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht cuenta en sus Historias del señor Keuner:

"Interrogado sobre sus relaciones con la naturaleza, el señor K. contestó:

- De cuando en cuando me gustaría ver algún que otro árbol al salir de casa, en esos momentos, sobre todo, en que, debido al cambio de aspecto que experimentan según la hora del día y la época del año, tan particular grado de realidad alcanzan. Ocurre además que en las ciudades, el invariable espectáculo de objetos de uso, como casas y calles que no tendrían sentido de estar deshabitadas, acaba por trastornarnos. Nuestra singular organización social nos hace incluir también a los hombres entre los objetos de uso. Pues bien, los árboles tienen -al menos para mí, que no soy carpintero- un no sé qué de autónomo, de independiente de mi persona que me tranquiliza, y confío en que incluso para el carpintero tengan también algo que no sea reducible a pura y simple utilidad".

Ciertamente, hasta las pequeñas zonas ajardinadas, transmiten la ligereza y el bienestar de una naturaleza que no desea ser apartada por el cemento, el asfalto y el ladrillo que sí son simple utilidad, desprovistos con frecuencia de belleza. 




Al fondo asoma la estructura huérfana del antiguo y magistral depósito de locomotoras, por cuya supervivencia procura la gente de la Asociación de Amigos del Ferrocarril. Con la incertidumbre generada por la decisión de no soterrar las vías nadie sabe qué será de una huella de arqueología industrial hoy por hoy echada a perder. pero rescatable incluso en su funcionamiento, siquiera con afán museístico.
 






domingo, 2 de abril de 2017

Sol y sombra en una calle del lejano pasado: Santo Domingo



Fotografiar la calle de Santo Domingo, junto al barrio de San Nicolás,  con esos contrastes tajantes de sol y sombra es como volver al pasado. Esa luz que se combate a sí misma es seguramente análoga a la que se manifestaría hace más de quinientos años. De cuando se levantaron los dos conventos de monjas que vertebran la rúa. La luz y su desdoblamiento también se mantendrían aunque aquí ya no hubiera calle ni conventos ni tapias ni algunas edificaciones más recientes. El reflejo sobre un solar tendría un efecto diferente y su efecto visual sería nonato. Sin edificios el juego de luces poco diría a nadie, sencillamente porque tampoco existiría el transeúnte.




Es precisamente el efecto de ese contraste duro sobre los muros lo que nos lleva a valorar el cambiante comportamiento de la luz. También nos conduce a una reflexión simbólica sobre nuestra historia, cargada de oscuridades y luminosidades. Esta calle no es una especie de maqueta de hace siglos, al estilo del caserío que Ventura Seco dibujara en su fenomenal plano de 1738, que ha llegado casi incólume a nuestros días, sino también una muestra visual digna de disfrutar, preñada de cromatismo, admirable aún en su armonía superviviente.




Simplemente pisar esta calle, que es prácticamente peatonal, por su escaso tránsito de vehículos, resulta placentero. Hay algo que de pronto te traslada a otra época a lo largo de unos cuantos metros. Si vas acelerado el entorno te sujeta y sientes que demoras el paso. El paseante puede no darse cuenta conscientemente, pero el otro yo que siempre anda por ahí dentro hablándonos con un discurso alternativo seguro que sí lo percibe.



El paseante que va calmo y abstraído puede de pronto ver algo más que el caserío humilde y revocado. Y se fija en la mezcla de colores que de vez en cuando renuevan la protección de las fachadas. Esa gama de ocres intensos, tibios amarillos, decididos asalmonados le hacen a uno sentirse ante lienzos abstractos de formas categóricas, totales, delimitadas, precisas. Si a ello se le suman las diferentes alturas que cabalgan unas sobre otras, los tejadillos, las portadas de entrada a los conventos, los aleros y marquesinas, se tiene la sensación de pasar por una pequeña ciudad que, de no ser por los símbolos religiosos, no se sabría precisar fácilmente a qué región del mundo pertenece. ¿O tal vez sí?




La calle de Santo Domingo fue de lo primero que fotografié con mi cámara de adolescente, la Werlisa Color. Colores más tenues, menos contrastados, pero con una nitidez del objeto, esos muros, que maravillaba. Esta calle tiene mucho de cordón umbilical con el pasado de la ciudad. Pocas calles quedan de esa guisa, conservadas tan modestas como definidas. Uno no puede por menos que tomar esta ruta al acercarse a la biblioteca de la Plaza de la Trinidad. Aquellas huellas de la ciudad que fue y pervive le convierten a uno en un sentimental.